Por Luis R. Decamps R. (*) /DELAZONAORIENTAL.NET
Una vez más, como ha acontecido tantas veces desde la fundación de la república, los malos dominicanos se han impuesto sobre los buenos en un certamen electoral atiborrado de malas artes desde el principio hasta el fin.
(Malos dominicanos, para mí, son los que hacen, apoyan o simplemente ven con indiferencia lo mal hecho, y buenos dominicanos son los que piensan y actúan en dirección contraria. Admito que es una definición disyuntiva un poco pedestre, pero en el fondo eso es lo que sigo siendo: un adulto de sentimientos y pensamientos rudimentarios).
Los malos dominicanos de hoy, como es de general conocimiento, se han impuesto usando desvergonzadamente el dinero del contribuyente y los resortes del poder estatal, es decir, aprovechándose, con señalada malicia y deleznable vileza, de la miseria y la ignorancia de una parte de nuestra gente.
Y con esa “victoria”, claro, la corrupción, la arrogancia, la engañifa y el sentido pervertido de la individualidad se han enseñoreado sobre la decencia, la franqueza, la verdad y los intereses nacionales.
Frente a ese “triunfo” impúdico, proclamo mi orgullo por haber votado a favor de Hipólito Mejìa y el PRD.
Y lo hago porque voté contra el latrocinio y la podredumbre política.
Porque voté contra el hartazgo de poder.
Porque voté contra la mentira, la simulación y el engaño.
Porque voté contra el uso abusivo e inescrupuloso de los recursos públicos.
Porque voté contra la omnisciente, omnipotente y todopoderosa corporación estatal peledeísta.
Porque voté contra la dictadura constitucional.
En fin, porque voté de acuerdo con lo que creo, no en atención a lo que me grita el estómago, a lo que cobraré el dìa 25 de cada mes o a lo que tengo en el bolsillo, en la caja fuerte o en la cuenta bancaria.
Naturalmente, eso no yugula mi desgarrado sentido de la realidad: igual que Danilo Medina en 2007, siento y pienso que me derrotó el Estado.
Pero como mi militancia o mis convicciones políticas nunca han estado supeditadas a otros intereses que no sean la verdad, la justicia, la libertad y el bien común, me es dable manifestar este sentimiento de satisfacción que hoy albergo, con la frente en alto y sin aflicción alguna, a contrapelo de los “resultados oficiales” de las elecciones del 20 de mayo.
Ante esos “resultados oficiales”, si resultan ser los postreros por obra y gracia de la santificación “institucional” de los hipócritas y los cínicos de siempre, sólo me queda clamar para que Dios proteja al pueblo dominicano en los próximos cuatro años.
Y lo hago con sinceridad, de todo corazón, convencido de que estamos al borde del abismo como nación democrática, y a pesar de que siempre creí que Danilo Medina, per sé, no era un mal candidato presidencial sino que estaba situado a contracorriente de la Historia y, en adición, pésimamente acompañado.
Por supuesto, también conviene recordar que lo que se acaba de librar es sólo una batalla en la anchurosa liza de la lucha política criolla, y como tal, sin importar lo que usted o yo creamos, sus consecuencias no serán eternas.
“La vida sigue su agitado curso”, como decía el clásico dominicano de la radio, y simplemente hay que seguir viviéndola con dignidad, coraje, fortaleza de espíritu y firmeza de convicciones.
Ojalà y Danilo Medina (víctima en su momento de quienes hoy lo ensalzan) sea el primero que entienda lo que ocurrió el pasado 20 de mayo y, en consonancia con sus promesas de campaña, incumpla sus compromisos no declarados con la corporación estatal peledeìsta.
Reitero que sufragué por Hipólito Mejìa y el PRD, y que si tuviera que hacerlo de nuevo, repetiría mi voto por ellos.
Y, que conste, lo haría con orgullo, con decoro, con entereza, con honestidad y con delectación porque, al margen de mi militancia política, en última instancia únicamente respondo a los dictados de mi conciencia y, por ello, mi voto no tiene precio ni está sujeto a intereses mercuriales o gratificaciones de ningún tipo.
Lo digo sin arrogancia, sin pena, sin frustración y sin ira, aunque debo confesar que después de todo lo que he visto en el proceso electoral que acaba de concluir, una pregunta medio artera ronda siniestramente en mi cabeza: ¿Tendrá razón aquel gran alemán que afirmó que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”?
Obviamente, sólo el tiempo podrá responder con certeza semejante interrogante.
(*) El autor es abogado y profesor universitario
lrdecampsr@hotmail.com